Artículo

 

Los riesgos para la salud sexual y reproductiva en un grupo históricamente vulnerado: Un estudio sobre las experiencias y percepciones de mujeres parejas de migrantes

 

Situation of sexual and reproductive rights of women "couples" migrants in two communities of San Luis Potosi, Mexico

 

 

Yesica Yolanda Rangel Flores 1

María Cecilia Costero Garbarino 2

 

1Universidad Autónoma de San Luis Potosí, Facultad de Enfermería

2El Colegio de San Luis, Programa de Estudios Políticos Internacionales.

 

María Cecilia Costero Garbarino, email: ccostero@colsan.edu.mx

 

Resumen:

Promover la salud sexual y reproductiva implica reconocer las condiciones sociales, culturales y políticas que enmarcan la sexualidad, enfatizando el marco patriarcal que sostiene el ejercicio de una sexualidad saturada de violencia en la vida de la mayor parte de las mujeres en el mundo. El objetivo fue comprender los riesgos sexuales y reproductivos de un grupo reconocido como históricamente vulnerado: el de las mujeres que sostienen una relación sentimental con migrantes. El estudio se realizó de noviembre de 2010 a noviembre de 2013, con 21 mujeres de dos localidades de San Luis Potosí, México. La recolección de la información se realizó mediante “historia de vida temática” y se aplicó análisis de contenido a la luz del enfoque de género y los aportes teóricos de Michel Foucault y Pierre Bordieu. Los resultados evidencian que en la vida sexual de estas mujeres converge una serie de riesgos históricos —asociados a los estereotipos de género— con riesgos emergentes que derivan de las dinámicas en que se da la participación migratoria de sus parejas. La conjugación de estos riesgos vulnera sobremanera su salud sexual y reproductiva, particularmente porque dichos riesgos pasan inadvertidos. Resulta urgente plantear estrategias políticas, sanitarias y sociales que visibilicen la vulneración sexual y reproductiva de estas mujeres, que les brinden herramientas para identificar la violación a sus derechos sexuales y reproductivos, y que las capaciten para confrontar de manera asertiva los riesgos.  

 

Palabras clave: Salud, derechos, derechos sexuales y reproductivos, mujeres, migración

 

Abstract:

Promote sexual and reproductive health implies recognizing the social, cultural and political situation that defines sexuality, recognizing the patriarchal context that frames the exercise of sexuality in the lives of most women in the world. The objective was to understand the sexual and reproductive risks of a group recognized as historically violated, women partners of migrants. The study was conducted from November 2010 to November 2013, 21 women from two locations in San Luis Potosi, Mexico; the collection of information was carried out by “thematic life story”, for the analysis, we use the technique of “content analysis” framed in the gender and theories of Foucault and Bourdieu. The results show that in the sexual life of these women converge historical risks (associated with gender stereotypes), with emerging risks resulting from migration dynamics from their partners, the combination of these risks exponentially violates their sexual and reproductive health, particularly because these risks are overlooked. It is urgent to implement healt, social and policy strategies that provide with resources to identify the violation of their sexual and reproductive rights and to assertively confront risks.

 

Key words: Health, rights, sexual and reproductive rights, women, migration.

 

Recepción: 19 de agosto de 2015.

Dictamen 1: 28 de octubre de 2015.

Dictamen 2: 26 de noviembre de 2015.

 

 

Presentación

 

 

La sexualidad humana es un complejo entramado de variables fisiológicas, psicológicas, socioculturales y políticas que es necesario considerar en su conjunto para garantizar que la población pueda acceder a la experiencia de una sexualidad satisfactoria, segura y responsable (Castro, 2014; Lamas, 2014). La sexualidad es objeto de estudio pertinente para diversas disciplinas: el derecho, la ciencia política, y en general, las disciplinas del ámbito de la salud procuran líneas de investigación que abordan la sexualidad; también la confluencia de estas perspectivas brinda al Estado el sustento para generar políticas públicas intersectoriales que garanticen el ejercicio de una sexualidad que, basada en la autonomía, posibilite en la población con independencia de su sexo y etapa de desarrollo, la experiencia de una sexualidad que procure bienestar físico, psicológico y sociocultural.

Las reflexiones que de este artículo se derivan, se sustentan fundamentalmente en la perspectiva de género y los aportes teóricos Pierre Bourdieu y Michel Foucault, autores que  posibilitan comprender la dinámica de poder que se juega en el control de la sexualidad humana, así como entender de qué forma se producen, reproducen y legitiman los discursos y las prácticas patriarcales en la vida sexual de las personas. Incluir perspectivas críticas y sociológicas resulta necesario para cuestionar no sólo la sexualidad saturada de violencia de estas mujeres, sino también para plantear la urgencia de que el Estado replanteé el enfoque biologicista que hasta hoy ha priorizado; que muestre disposición por incluir elementos sociales y éticos, y que problematicen el ejercicio de la sexualidad en toda su dimensión, entendiéndola como la conceptualiza el Fondo de Naciones Unidas (unfpa, por sus siglas en inglés): “Un estado general de bienestar físico, mental y social. Es la capacidad de disfrutar de una vida sexual satisfactoria sin riesgos de procrear y la libertad para decidir hacerlo o no hacerlo” (unfpa, 2010). O desde la definición de la Organización Mundial de la Salud (oms): “Un estado de bienestar físico, emocional, mental y social relacionado con la sexualidad y no solamente la ausencia de enfermedad, disfunción o incapacidad. Para que la salud sexual se logre y se mantenga, los derechos sexuales de todas las personas deben ser respetados, protegidos y ejercidos a plenitud” (oms, 2006).

Desde ambos conceptos resulta relevante destacar la importancia que la autonomía juega en la práctica sexual, tanto para participar en el ejercicio sexual de manera consensuada, como para negociar de manera efectiva el uso de métodos de protección para las infecciones de transmisión sexual (its) y los embarazos no deseados. En el contexto anterior, aunque el reconocimiento de la autonomía se realice en el discurso, sustentada en el reconocimiento de una serie de “derechos sexuales y reproductivos”, aún no es clara la participación que tiene el Estado en la procuración de dichos derechos, y sí se continúan contemplado como una cuestión “privada” y no como un asunto público y de bienestar social.

 

Todos vulnerables, algunos grupos históricamente vulnerados

 

Los aportes que ha realizado la perspectiva de género y el feminismo respecto a la sexualidad han sido responsables de los avances en el reconocimiento político y la legislación sobre derechos sexuales y reproductivos en el ámbito mundial (Morán, 2013; González y Pajarez, 2012). Con la inclusión de la perspectiva de género en el estudio de la sexualidad, se hace evidente que los roles y estereotipos socialmente impuestos al “ser hombre” y “ser mujer” dotan a la arena del ejercicio sexual de una desigualdad de poder en la que mientras los hombres asumen la toma de decisiones, las mujeres reproducen la pasividad impuesta frente a dicho acto (Miller, 2002).

Hablar de derechos sexuales y reproductivos, en el marco históricamente biologizado de la sexualidad, es una cuestión por demás compleja. Pese a que se alude su reconocimiento en diferentes ámbitos sociales, persiste tensión sobre lo que implican estos “derechos” en un contexto en el que la sexualidad pierde visibilidad en la función de la reproducción, así como en una perspectiva heteropatriarcal en que las diversas formas de ejercicio de sexualidad (lésbico, gay, transexual, transgénero, bisexual) resultan anuladas, o bien, en que la moralidad continúa incomodándose frente al ejercicio de prácticas sexuales dirigidas únicamente al placer y no a la reproducción (Miller, 2002).  

Foucault afirma que la sexualidad rebasa su configuración biológica y se halla incidida por las representaciones culturales y la normatividad de las instituciones en que la población se desempeña socialmente, entendiendo estas últimas como aquellos espacios en los que se reconocen a sí mismas o son reconocidas por el Estado como pertinentes para “educar” a la población en materia de sexualidad; entre ellas destacan: la escuela, la iglesia, los servicios de salud y, por supuesto, las familias (Foucault, 2006). Desde la perspectiva de Foucault, existe toda una maquinaria social e institucional que prescribe las maneras “socialmente adecuadas” de ejercer la sexualidad, diferenciando en función del estatus social, así, el marco de permisividad entre lo “sexualmente correcto” será distinto para hombres y mujeres, ricos y pobres, intelectuales y analfabetas, adolescentes y adultos, etcétera.

En el contexto anterior, resulta urgente reconocer la desigualdad que se ha construido históricamente entre hombres y mujeres respecto a la libertad y autonomía para ejercer la sexualidad, habrá que problematizar también las experiencias sociales que refuerzan la vulneración que vivencian de manera continua y persistente ciertos grupos particulares de mujeres sobre sus derechos sexuales y reproductivos, entre las que destacan aquellas que de manera directa o indirecta se involucran en procesos de migración internacional.

Diversos estudios han documentado la alta incidencia de abusos y violación sexual que viven las mujeres durante su tránsito hacia Estados Unidos (Regueiro, Calvario y Mora, 2014; Cárdenas y Vázquez, 2014), poco menos se ha hablado de aquellas que no migran con sus parejas, pero esperan su retorno bajo el resguardo de sus familias consanguíneas, políticas y comunidades completas, actores que en la búsqueda de su “correcto comportamiento sexual” realizan todo tipo de agresiones sobre sus derechos sexuales y reproductivos (Caballero, Leyva, Ochoa, Zarco, Guerrero, 2008; Ochoa, Cristancho, González, 2011).

La falta de autonomía y empoderamiento respecto a los derechos sexuales y reproductivos se torna compleja cuando se sabe que la feminización y ruralización de la epidemia de vih se está generando precisamente en la población que participa en procesos de movilización trasnacional (Quintal y Vera, 2014; Zapata, González y Rangel, 2014). En el contexto antes señalado, el objetivo de la presente investigación es comprender la dinámica que caracteriza la vida sexual a partir de las percepciones de un grupo de mujeres históricamente vulnerado, con la intención de generar evidencia que impulse políticas públicas en salud sensibles a los contextos patriarcales y para fortalecer políticas intersectoriales que impulsen las condiciones necesarias para garantizar a las mujeres una vida libre de cualquier tipo de violencia.

 

Sobre la forma de realizar el estudio

 

La presente investigación es un estudio cualitativo realizado de noviembre de 2010 a noviembre de 2013, tiempo en el que se visitó por periodos regulares y semejantes dos comunidades: una rural en la región media y una urbana en la región centro, ambas en el estado de San Luis Potosí, México. Las localidades fueron seleccionadas con el propósito de representar dos regiones distintas del estado porque se caracterizan por una alta participación migratoria.

Las participantes se localizaron mediante los servicios de salud, dado que no existía un padrón de sujetos activos en migración se recurrió al personal de salud local como informantes clave y reclutadores iniciales, posteriormente se empleó la técnica de “bola de nieve” (Tolley, 2006), estrategia que resultó exitosa gracias a la existencia de redes entre las mujeres de migrantes al interior de las comunidades en que se trabajó. Se invitó a las mujeres que fuesen pareja de varones migrantes activos o que lo hubiesen sido con patrón de migración circular y que ellas no hubiesen participado en procesos de migración conjunta con su pareja.

La perspectiva de las historias de vida cotidiana, temática centrada en la salud sexual y reproductiva, posibilitó la recuperación de experiencias que las mujeres vivencian de manera cotidiana en relación con el ejercicio de su sexualidad y reproducción (Reynaga, 2003). Las historias fueron grabadas y transcritas personalmente y, dada la cantidad de discursos y la variabilidad de éstos, se procedió a la codificación para hacer factible el análisis y la contrastación teórica, para ello se recurrió al método de análisis propuesto por Klechterman (cit. en Tojar, 2006). El primero, de carácter individual y vertical, buscó recuperar la singularidad y riqueza de cada relato, su finalidad fue conocer a profundidad los relatos individuales e identificar tanto las categorías de análisis como los patrones intracaso; el segundo, de naturaleza colectiva u horizontal, tuvo como finalidad hacer una lectura transversal y comparativa entre los relatos de las mujeres, su finalidad fue encontrar patrones concurrentes, temas comunes, coincidencias y divergencias que permitiesen identificar ejes temáticos y analíticos intercaso los cuales se erigirían como los datos a trabajar en la búsqueda de significados en los relatos.

El proyecto fue evaluado y aprobado por el Comité de Ética e Investigación de la Secretaría de Salud del estado de San Luis Potosí, en octubre de 2011 (exp. 008603). Los involucrados participaron bajo consentimiento informado y expresado en forma verbal, se atendieron principios éticos de respeto a la autonomía, autodeterminación y garantía de confidencialidad de la información[1] (Asociación Médica Mundial, 2008).

Se trabajó con 21 mujeres que habitan actualmente y de manera permanente en dos localidades de San Luis Potosí: Rancho Nuevo, comunidad rural perteneciente a Soledad de Graciano Sánchez, municipio conurbado con la capital del estado, y la colonia La Veinte inserta en Ciudad Fernández, municipio perteneciente a la región media de San Luis Potosí. Las características sociodemográficas se detallan en la tabla núm. 1.

Las historias temáticas de vida posibilitaron la identificación de las experiencias que las mujeres han vivido respecto a su práctica sexual, así como la manera en que la migración de sus parejas ha incidido en dichas experiencias. Sobre las entrevistas transcritas se aplicó análisis de contenido para la identificación de códigos primarios que posteriormente dieron pie a la construcción de categorías y subcategorías de análisis. Finalmente, se constataron los datos empíricos con los aportes teóricos de Pierre Bordieu y Michel Foucault en el marco de la perspectiva de género.

 

La vida sexual en el contexto de la migración: La convergencia de riesgos históricos y emergentes

 

Riesgos históricos: La desventaja de ser mujer en el contexto de la sexualidad

 

Se ha dicho que los derechos sexuales y reproductivos son los más humanos de todos los derechos por instituirse como el pilar fundamental para el ejercicio de la ciudadanía. El derecho a la libertad sexual reconoce la facultad de las personas para autodeterminarse en el ámbito de su sexualidad, sin más limitaciones que el respeto a la libertad ajena.

En el caso de las mujeres entrevistadas se identificaron múltiples narraciones en las que se refleja la existencia de una práctica sexual más obligada que deseada; varias de ellas refirieron acceder al encuentro sexual sólo por cumplir con un deber conyugal o por el temor de que sus parejas buscasen prácticas sexuales fuera de casa, pero fundamentalmente por el temor de que por no acceder, pudiesen resultar abandonadas o dejar de ser amadas.

 

Para mí tener relaciones no es lo importante, es más importante que uno tenga su cariño, que tenga respeto, amor, comprensión, seguridad de que él sea fiel, que nomás este conmigo &#91…&#93 uno busca estar con ellos cuando están aquí y como ellos quieran, como yo que no quería embarazarme después que se me murió mi otro niñito, pero él insistió en que no me cuidara con nada y pues salí de encargo (Martina, de La Veinte).

 

Narraciones como la anterior evidencian la postura que las mujeres asumen como objetos que existen y son para otros; en este sentido, son mujeres en la medida en que “son” para sus parejas, insertas en contextos en los que aun cuando la sexualidad sea poco o nada satisfactoria, ellas seguirán allí, por la necesidad de ser protegidas y respetadas ante la mirada social.

La sexualidad adquiere nuevas dimensiones cuando las mujeres aparecen no sólo dispuestas a encuentros sexuales no deseados, sino incluso a efectuar dichos encuentros en las condiciones que sus parejas determinen; entre las que con frecuencia se incluye la negativa de utilizar condón. En el sentido anterior, las mujeres renuncian, desde una “aparente” voluntad propia, a sus derechos sexuales y reproductivos, a su salud, e incluso, a la vida; sin embargo, todo ello parece valer la pena frente a la necesidad de saberse o creerse amadas, conservadas o socialmente respaldadas (Sanz, 1999, p. 50; MacKinnon, 1987).

Pero la obligatoriedad de los encuentros sexuales parece que no siempre se asume a partir de las representaciones que estas mujeres han internalizado respecto a matrimonio y sexualidad, algunas de ellas han tenido que soportar las estrategias que sus parejas han ideado para hacerles cumplir con la “obligación sexual”, medidas que llegan a incluir formas de violencia física, emocional o verbal. “Yo no disfruto ya estar con él, pero acepto para no pelear. La última vez que le dije que no, me pegó bien feo, me arrastró hasta la carretera y me dejó toda golpeada, lo demandé, vinieron por él, pero quité la demanda por los niños, el miedo le quedó y se ha compuesto, aparte que ya no le digo que no pa no empezar con lo mismo” (Sara, de Rancho Nuevo).

Llama la atención la ambigüedad que muestra Sara para confrontar la violencia de la que es objeto; mientras que recurrir a las autoridades evidencia el reconocimiento que tiene respecto a su derecho a una vida libre de violencia, recular respecto a las medidas tomadas, evidencia la legitimación que estas mujeres continúan haciendo respecto al ejercicio sexual como parte de sus funciones de “esposas” (Figueroa y Liendro, cit. en Szas, 2008, p. 24).

Con estas narraciones se evidencia que las mujeres no ejercen sus prácticas sexuales en un marco de autonomía, sino sometidas a diversas formas de coacción distantes de la ética personal y social. Las formas violentas que atentan contra el disfrute sexual y las decisiones reproductivas de estas mujeres son diversas, incluyendo desde las más sutiles formas de instalar la vergüenza, el miedo y la culpa, hasta las más francas formas de violencia física y psicológica. En las narraciones destaca el papel de la Iglesia, que con sus discursos sutiles y socialmente aceptados, reitera el valor de las mujeres asociado a la cuestión simbólica de la “virginidad”, pretendiendo convencer a las mujeres de que su valor como sujetos radica en un himen que representa socialmente su honestidad. En función de ello, las mujeres significan sus genitales como su principal bien simbólico, aceptando en ello su cosificación, lo cual promueve una discriminación sustentada en un asunto de competencia enteramente personal: su práctica sexual (Figueroa, 2004).

 

Mi mamá me decía que uno como mujer se tiene que cuidar mucho, porque llegar virgen es una cosa mucho muy importante para los hombres, me decía que si uno ya no iba virgen, ya no lo respetaban ni lo querían a uno igual &#91…&#93 yo pienso que eso es cierto, eso es lo más valioso de uno pa los hombres, y lo digo porque a mí, mi esposo sí me ha dicho: “si tú no hubieras sido virgen yo no te hubiera querido &#91sic&#93” (Rosalinda, de La Veinte).

 

Conservarse “vírgenes” se significa como un valor que debe procurarse, las mujeres se saben insertas en contextos en los que la castidad e inexperiencia sexual emergen como los valores simbólicos más reconocidos, y en los que ignorar los temas relacionados con la sexualidad determina, tanto en el presente como a futuro, su valor simbólico y su legitimidad.

Para estas mujeres las exigencias no se acotan a conservarse vírgenes hasta ese ritual de paso, por el contrario, esto desencadena una nueva exigencia social: la reproducción.[2] Las mujeres no siempre acceden al encuentro sexual no deseado en función de presiones violentas y francas, muchas de ellas lo hacen en función de una representación sexualidad-procreación que, al estar fuertemente internalizada, las obliga a contemplar el encuentro sexual como una arena de legitimidad social, ya que otras arenas, como la educativa, laboral y política, les ha sido negada. “Yo no sé si ya quería niños, pero no, se me hace que no; lo que pasa es que en ese entonces uno no pensaba eso de que sí quería o no tener hijos, se supone que para eso se casaba uno” (Verónica, de Rancho Nuevo).

La asociación sexualidad-reproducción que se establece posibilita dar cuenta de cómo las mujeres contemplan la sexualidad, no como una oportunidad placentera, sino como un medio para legitimarse en lo social, cuestión que condiciona que ellas mismas se “programen” (ignorando que son programadas desde lo social) para no disfrutar eróticamente su cuerpo ni el de sus parejas, contemplando sus coitos como momentos que deben obedecer, cumplir e incluso sufrir, como si se tratase de un deber que se santifica en el marco del matrimonio y bajo la imagen de la reproducción, incluso cuando en la maternidad se reafirmen representaciones que afectan la vida política de las mujeres, la ideología de género y la desigualdad sexual (Lagarde, 2001; Saletti, 2008).

Los relatos comienzan a dejar claro que estas mujeres tampoco están en posición de ejercer su derecho al placer sexual, lo cual se reitera de manera recurrente en las narraciones que las mujeres comparten y en las que señalan “natural” que el encuentro sexual no sea un acto tan placentero para ellas como puede llegar a ser para sus parejas.   

Algunas de ellas no logran reconocerse como seres sexuados, con pulsión sexual y capacidad de disfrute en el acto erótico, varias narran una vida sexual fuertemente influenciada por variables sociales y culturales que hacen dicha experiencia no siempre placentera y grata. Foucault afirma que el deseo sexual está firmemente incidido por la moral cristiana y en dicho sentido, inserto en un marco delimitado por el pecado, el castigo, la muerte, encarcelado en la monogamia y con finalidad exclusiva en la procreación (Foucault, 2007, p. 225). Partiendo de dicha premisa, resulta obligatorio analizar el tenor en que ocurre la domesticación moral del deseo en los contextos en que estas mujeres han crecido.

Las mujeres devalúan o anulan su deseo personal, asumiendo que su práctica sexual en su carácter sacral no requiere disfrute, mientras el deseo del varón, en su carácter de profano, se representa como esencialmente placentero.[3] En esta lógica, el deseo termina naturalizándose masculino, dentro de una realidad socialmente construida en la que éste se torna necesario para elevar la sexualidad femenina al carácter sagrado.

 

Le digo que yo no siento ganas, no me estoy muriendo de ganas de “eso”, yo no soy así, en cambio ellos siempre están disponibles para eso, pero porque lo necesitan, lo tienen en su naturaleza, están hechos así, a ellos no les viene la menstruación, ellos siempre están dispuestos &#91…&#93 la naturaleza nos hizo así (Rosalinda, de La Veinte).

 

La frase “morir de ganas” dimensiona de manera clara la percepción que existe respecto a la intensidad del deseo sexual masculino; aludir que ella no “morirá de ganas” implica aceptar la posibilidad de que su pareja pueda hacerlo desde una perspectiva en la que, mientras se contempla la sexualidad masculina como una necesidad de primer orden, se deslegitima el deseo sexual femenino, refiriendo procesos fisiológicos (menstruación) como indicadores de su impertinencia. Con la reflexión anterior puede deducirse que tampoco se accede al “derecho a la equidad sexual”, que es descrito como el acceso a una práctica sexual en igualdad de condiciones para hombres y mujeres, y que no depende únicamente del acceso a los dispositivos de protección frente al embarazo y las its, sino de los imaginarios que limitan el derecho de las mujeres a vivir una relación sexual libre de culpas y estereotipos.

Su derecho al placer se limita también por una ausencia de “reconocimiento” de expresar sus necesidades eróticas y emocionales en el encuentro sexual. Algunas mujeres relatan cómo pese a haber comunicado a sus parejas la ausencia de placer durante el encuentro sexual, el comportamiento de los varones no se modifica, esto evidencia un completo desinterés por hacer de los encuentros sexuales experiencias agradables para ellas. El caso de Rosalinda es una prueba fehaciente de lo anterior; una mujer que no logrando responsabilizarse de sus orgasmos, acude a su pareja para cuestionar lo adecuado o no de su condición.

 

Yo a él le he dicho que ya no siento bonito como antes, él me dice ¿por qué será? Y es que yo ya no tengo con él &#91…&#93 orgasmos &#91baja la voz&#93 , una vez me dijo ¿te llevaré con un doctor? Le digo “pues no sé” y luego me dice “no ¿pero sabes qué? Así estas bien porque luego que tal si te llevo y después no vas a llenar de hombres y vas a andar buscando (risas) &#91…&#93 me dice “no mejor no, así estas bien” y pues si él está feliz así, así está bien (Rosalinda, de La Veinte).

 

Los casos de otras mujeres pueden ser incluso más complejos, con experiencias de vida que las bloquean para considerar satisfactorio el acto sexual; ése es el caso de Sara, una mujer que con el antecedente de abuso sexual pedía la comprensión de su pareja para aprender a ver en el encuentro sexual una experiencia placentera, sin embargo, la postura de su concubino fue determinante, sin importar cómo o en qué términos, la relación sexual era urgente con fines de reproducción.

 

Yo he tenido problemas para estar con él &#91sexualmente&#93, o sea yo no siento bonito estar con él en la intimidad; lo que pasa es que para mí es difícil hablar de eso &#91rompe en llanto&#93. Un primo de mi mamá me tocó cuando yo tenía ocho años; no me violó, pero me manoseó &#91…&#93 Cuando yo llegué con él &#91esposo&#93 incluso me obligó; yo le quise tener confianza, y le dije que no me gustaba, que me diera tiempo, que se fuera despacio, como quien dice, pero él me dijo “pues aunque no te guste, ¿si no cómo vas a hacerle para que encarguemos?”. Y hasta la fecha él sabe que no me gusta, pero dirá que con que le guste a él (Sara, de Rancho Nuevo).

 

Contemplar el encuentro sexual únicamente como medio para reproducirse y no como un medio para estar con el otro en el plano emocional y físico evidencia de manera clara el contexto en el que estas mujeres deben aceptar vivir su sexualidad; encuentros sexuales que deben “cumplir” ya ni siquiera en función del deseo masculino, sino por la obligación de cumplir con la reproducción, dentro de un marco en el que la satisfacción de ellas resulta totalmente irrelevante. En otras ocasiones, pretender comunicar a la pareja de la ausencia de satisfacción equivale a resultar violentada, como ocurre en el caso de Olivia.

 

La mayoría de las veces yo no siento bien cuando estoy con él, es que él se viene y yo todavía no, y eso a él no le apura, por eso le puedo decir que a veces ni siento &#91…&#93 Él a veces me pregunta que si me gustó, le digo que sí, porque si le digo que no, me empieza a echar pleito, me dice que no siento porque a mí no me gustan los hombres, que me gustan las mujeres y que soy lesbiana (Olivia, de Rancho Nuevo).

 

En el caso de Olivia se conjugan dos cuestiones sumamente relevantes, no sólo es la ausencia de satisfacción, también la exigencia de su pareja por fingir una vida sexual placentera, participando del encuentro sexual con un varón al que le interesa reiterar su masculinidad forzando discursos falsos y deslegitimando la feminidad de su mujer para no ser cuestionado en su masculinidad. En el marco de experiencias de este tipo, las cuestiones relacionadas con la sexualidad y el placer (o la ausencia de éste) deben callarse, a manera de tabús, que en la búsqueda de preservar el orden social, etiquetan “prohibidos” temas particulares, normando y controlando la manera en que la sexualidad debe ser vivida a partir de una lógica en la que el tabú no sólo restringe, también impulsa significados y prácticas aceptables en el contexto al que el sujeto pertenece (Foucault, 2002, p. 103).

En este contexto, es preciso mencionar que no sólo sus parejas violentan los Derechos Sexuales y Reproductivos (dsyr) de estas mujeres, muchas de ellas tienen historias de vida en las que su familia consanguínea y las políticas han incidido de manera violenta en “el derecho a la libre asociación sexual”. Varias de ellas han sido obligadas a unirse en matrimonio de forma prematura, dado que en sus familias las obligan a establecer noviazgos clandestinos que motiva, en la mayoría de los casos, la planeación de uniones matrimoniales prematuras, la fuga o la búsqueda de embarazos que obliguen la unión: “Nosotros siempre a escondidas, no sé por qué nunca me dejaron mis papás tener novio, yo creo que por eso me vine chiquilla con él a modo de mirarlo, porque de antes casi no me dejaban mirarlo &#91…] cuando mis hermanos me llegaban a ver, me decían ‘no andes de pinche putilla’ &#91risas&#93” (Estela, de Rancho Nuevo).

Estas narraciones plantean situaciones en las que el enamoramiento confronta la autoridad de los padres en un escenario romantizado. Los padres o la familia hacen uso de formas de violencia física o verbal para reprimir la necesidad afectiva y sexual de sus hijas. En otros casos, la existencia de ambientes conflictivos en los hogares de origen condiciona que las mujeres decidan con ligereza sobre la idea de unirse en matrimonio o cursar embarazos adolescentes; lo anterior se evidencia en algunas narraciones que construyen sobre sus decisiones de casarse o tener hijos.

 

Me fui con él porque salí embarazada, pero me embaracé por lo mismo de que yo sí quería quedarme con él, irme con él, hacer mi propia familia, no me gustaba donde vivía ni la familia que me había tocado, aparte yo lo quería mucho, me enamoré mucho, pero él no, él no me quería, de hecho él me dejó cuando yo le dije del bebé, nomás porque mi mamá y mi suegra lo obligaron a casarse conmigo, que porque se tenía que hacer cargo y responder (Lidia, de Rancho Nuevo).

 

La experiencia de una vida familiar insatisfactoria parece motivar a estas mujeres a establecer de manera prematura y no muy reflexiva su propia familia, como si dicha acción les otorgara una segunda oportunidad de existir bajo condiciones menos adversas que las de los hogares en que les tocó nacer. Muchas veces no problematizan que están fundando familias sin convencimiento pleno de crear un proyecto de vida conjunto; atienden más a un estado de ansiedad por liberarse de las condiciones adversas de desarrollo en las familias de origen. Pero la complejidad que acompaña la decisión de iniciar la vida conyugal en estas mujeres es mayor; algunas llegan a narrar la existencia de presiones familiares para precipitar tal decisión. La mayoría de los casos aluden la exigencia de salvaguardar una moral familiar que se concibe amenazada por su comportamiento moral y sexual.

 

Yo me vine con él no muy enamorada. Es que mi amá era de esas muy chapadas a la antigua y entonces ella decía que si no nos íbanos, luego le íbanos a salir panzonas, y mi papá se iba ir contra de ella &#91rompe el llanto&#93 &#91…&#93 Ella casi me obligó a irme con él, o sea, yo sí lo escogí como novio, pero no me quería ir; nomás quería ser su novia &#91…&#93 Mi mamá siempre que me veía con él se enojaba y siempre me andaba trasculcando, como buscando a ver si yo había estado con él &#91…&#93 Ahorita pienso que si ella no hubiera sido así, yo no me hubiera casado tan chica &#91…&#93 Mi mamá ya sabía que ese día me iba a ir con él, porque me vio que andaba alistando una bolsa con ropa. Él era bien pobre, y pues yo ya sabía prácticamente a lo que iba. Yo vivía mejor con mi mamá &#91sic&#93 (Verónica, de Rancho Nuevo).

 

Puede evidenciarse cómo la represión sexual tiene lugar incluso antes de iniciar la vida sexual, en contextos en los que conservarse “virgen” se contempla como su única posibilidad de legitimarse primero como esposa y luego como madre. En este sentido, un comportamiento tan íntimo como el sexual aparece sujeto al control de los padres, dado que en éste yace el valor simbólico más importante del patrilinaje y en consecuencia también la integridad moral de la familia.

 

Riesgos emergentes: La sexualidad en el contexto de la migración

 

La vigilancia moral que se impone sobre la sexualidad de las mujeres recrudece cuando sus parejas participan en procesos de movilización internacional, situaciones en las que las familias consanguíneas y políticas hacen de vigías de su correcto comportamiento sexual. Padres, madres, suegras y suegros son responsables de vigilar el comportamiento moral de estas mujeres, en un contexto en el que la sexualidad de éstas emerge como una variable que es preciso vigilar, contener, salvaguardar. Las propias madres de las mujeres, sus referentes de género más inmediatos, legitiman la necesidad de regular sus comportamientos, acordes con una mirada social que se endurece en la ausencia del varón. Ejemplo de lo anterior es la narración que la madre de Elda construye en relación con la importancia del “comportamiento correcto” que las mujeres deben mostrar cuando sus parejas permanecen en el extranjero:

 

Ellas que aún tienen edad &#91para ser sexualmente activas, según el imaginario de que la sexualidad tiene un vínculo ineludible con la reproducción&#93 tienen que portarse a raya, como quien dice; nada de andar en la calle dando lugar a comentarios, porque por lo mismo que les &#91sic&#93 ven jóvenes y solas pues no falta el que espera que le den entrada. Ahora sí, que mientras están solas, aquí ni amigos ni nada &#91…&#93 andarse derechitas (Marina, mujer de migrante y madre de mujer de migrante, de La Veinte).

 

La exigencia de cohabitar en la vivienda de los suegros es más frecuente entre mujeres de La Veinte. Hay casos de mujeres de Rancho Nuevo para las que esta experiencia no resulta ajena; de hecho, para algunas de ellas, ser “encargadas” se contempla pertinente en función de autopercibirse incompetentes para resolver problemas domésticos. Estas mujeres ven en ser “encargadas” una esperanza de no quedar sin sistemas de apoyo en la ausencia de sus parejas, en retribución por ello, parecen dispuestas a llevar una vida bastante restringida en libertad, autonomía e intimidad, experiencia que les resulta menos intimidante que confrontar solas los problemas cotidianos.

Sin embargo, no todas las mujeres toleran las vicisitudes que trae consigo el ser “encargadas”, algunas desarrollan la fortaleza para dejar de cohabitar en la residencia de los suegros; con ello acceden a una vida menos estricta y más personal. En la mayoría de los casos, la determinación por dejar la casa de los suegros deriva de conflictos de pareja provocados por juicios y apreciaciones que suegros u otros familiares políticos hacen sobre el comportamiento moral de estas mujeres; historias dramáticas que incluyen formas de violencia y que llegan a afectar las relaciones de pareja, la autoestima de las mujeres, incluso ponen en riesgo su vida.

 

Creo que me celaba más mi suegro que mi esposo, una vez que fuimos a la fiesta del pueblo y un muchacho me dio el paso, yo le agradecí y entonces el viejito andaba tomao y como me tenían bien humillada, que me grita “jija de tu repinche madre así te quería encontrar, desgraciada, puta, infeliz”. Yo no hallé en ese momento qué contestar porque yo me tullí. Llegando a la casa me dio hasta que me sangró. Ya estaba bien viejito, pero viera que pegaba todavía bien fuerte (Fabiola, de La Veinte).

 

La violencia verbal y física se instituye en una forma de control válida del comportamiento de estas mujeres; incluso ni ellas mismas cuestionan la impertinencia de tales medidas, ya que, en su imaginario, suegros y padres se posicionan como figuras que suplantan los derechos de la pareja ausente, reconfigurando las relaciones de poder y autoridad al interior de la familia (Pauli, 2002; D’Aubeterre, 2000).

No se trata de un poder aplicado de facto sobre la realidad de los hechos, sino de una estrategia de la que las suegras echan mano para acrecentar su valor moral ante los hijos, pues en la medida en que descalifican el comportamiento moral de sus nueras, ellas crecen en pureza y abnegación, dos de los valores simbólicos más valorados en las mujeres (D’Aubeterre, 2002; Córdova, 2002).

 

Mi suegra decía que yo andaba con otro hombre, que no atendía bien a las niñas, hasta la fecha dice que ella misma me encontró en la cama con el otro y eso se lo dijo a él &#91esposo&#93, pero no es cierto &#91rompe en llanto&#93 &#91…&#93 él le creyó a ella, cuando regresó me dijo que ya no se iba a juntar conmigo porque mucha gente le había dicho que yo andaba así &#91…&#93 su mamá ya no quería que volviera conmigo (Olivia, de Rancho Nuevo).

 

Es posible darse cuenta de cómo la vigilancia de las familias consanguíneas o políticas se justifica necesaria para controlar una sexualidad que no se reconoce personal, sino como un espacio donde tiene injerencia lo público; una sexualidad que se vive como un bien simbólico que atañe a sus parejas, hijos y familias, ya que se saben insertas en contextos en los que su comportamiento sexual influencia no sólo sobre su reputación personal sino incluso la familiar y social. En dicho marco, las mujeres son habilitadas para compartir socialmente sus derechos sexuales y reproductivos, cuestión que entorpece e incluso obstaculiza la negociación de los asuntos relativos a su salud sexual y reproductiva.

Puede evidenciarse por otra parte, cómo los valores simbólicos implícitos en la sexualidad de las mujeres no se limitan a su etapa de soltería o a la tan aludida “virginidad”, sino que la rebasan, por lo que emergen como valores dignos de ser vigilados de manera permanente a lo largo de su vida. Quizá porque en ello se establece una garantía para mantener el orden jerárquico entre los sexos encontramos que la práctica sexual de estas mujeres está fuertemente incidida por representaciones culturales que legitiman o deslegitiman su ejercicio sexual con base en obligaciones, prohibiciones y reglamentaciones socialmente acordadas; discursos con los que han crecido y que, si bien pueden cuestionar, en su mayoría aceptan bajo el discurso asimilado de que es lo más conveniente para su bienestar.

Lo anterior acontece en un contexto patriarcal que busca y logra con éxito convencerlas de que su valor como sujetos radica en mantenerse dignas para los ojos del otro sexo, insertas en realidades en las que mientras los varones se construyen con independencia de la mujer, la mujer se construye como sujeto en función de los ojos del varón (De Beauvoir, 1986, p. 4).

Resulta interesante, por otra parte, dar cuenta de que son mujeres (suegras) quienes se encargan de vigilar los bienes simbólicos encarnados en los cuerpos de otras mujeres, una estrategia que Bourdieu señaló indispensable para mantener la dominación masculina.[4] También puede dar cuenta de cómo los discursos moralistas interesados por continuar reproduciendo la desigualdad de género, ganan terreno entre las propias mujeres, sujetos que al ensalzar “virtudes” que las someten y oprimen (virginidad, ausencia de interés y disfrute sexual), condenan, junto a los varones, los comportamientos sexuales de sus congéneres que no acaten dicha regla, volviendo a legitimar con ello prejuicios que desacreditan a las mujeres que ejercen una sexualidad menos “adecuada” a lo que corresponde a su género y, en apariencia, sin dar cuenta de que ellas mismas reproducen una desigualdad que limita su vida social y privada (Bourdieu, 2000, p. 27).

Desde la lógica antes planteada, resulta comprensible que las propias mujeres se desenvuelvan como orgánicas al poder que ostenta el patriarcado; produciendo y reproduciendo representaciones que subsumen y deniegan en la mujer el ejercicio de una sexualidad placentera y personal. Conforme las narraciones profundizan, nuevos hallazgos ponen en jaque la idea de que la vigilancia responda exclusivamente a un interés de las suegras; algunas mujeres narran cómo en la ausencia de la suegra por muerte o alejamiento, se recurre a nuevas estrategias para mantener vigilados sus comportamientos por lo que recurren a los hijos como aliados.

 

Me casé con un hombre que no me deja salir mucho. Ahorita que no está me cuida con los niños. En veces me voy pa Rioverde y me marca al celular y me dice “¿onde tas, mija?”. Le digo “acá, en Rioverde”. Y me dice “¿con quién andas?”. Le digo “con el niño”. Y me dice “a ver, pásamelo”, y tengo que pasarle al niño &#91…&#93 Nunca ando sola; si no hay niños, como en la mañana que se van a la escuela, no salgo, me voy hasta en la tarde con ellos, y es que sólo así él está a gusto, que yo ande todo el tiempo con alguno de los niños (Rosalinda, de La Veinte).

 

Las mujeres narran la utilización de sus propios hijos como forma de control moral, niños que sin alcanzar la mayoría de edad deben asumirse guardias de la moral de sus madres, coartando su libertad y negando de manera determinante su derecho a la privacidad sexual. En este contexto, las mujeres tampoco se reconocen autónomas en las decisiones que atañen a sus procesos reproductivos y, en específico, al uso de estrategias de contracepción, describiendo sus alcobas como espacios donde la negociación de las condiciones del encuentro sexual deriva de relaciones de poder asimétricas (Bianchi, 1992).

La mayor parte de las mujeres narra el ejercicio de una sexualidad supeditada a la opinión que otros hagan en relación a su cuerpo llámese pareja, sociedad o, incluso, los propios servicios de salud, actores a quienes las mujeres conceden libertad para decidir sobre su salud sexual y reproductiva, renunciando mediante ello a sus derechos en dicho ámbito.

Son abundantes las narraciones que aluden como impertinente hablar de sexualidad incluso con la pareja, concibiéndolo cómo un tema que sólo admite discusión para justificar la falta de disponibilidad para el encuentro sexual por la presencia de la menstruación, o bien para plantear su negativa frente a la propuesta de sus parejas respecto a nuevas experiencias eróticas, peticiones que desde el imaginario de las mujeres atentan contra su moral: “Yo, de mi vida &#91sexual&#93 con él no hablo con nadie, así me cuelguen; eso es cosa de uno &#91…] en veces sí he hablado cosas con él, pero nomás lo necesario, nada que le ande pidiendo cosas &#91sexuales&#93 o que él me pida a mí cosas raras &#91sexuales&#93. En ese sentido, le puedo decir que nunca en su vida me ha faltado al respeto” (Zenaida, de La Veinte).

En un contexto en el que reconocen hablar poco de sexualidad con su pareja, llama la atención el reconocimiento que hacen estas mujeres respecto a los actores con los que es “correcto” hablar de su sexualidad, entre los que destaca principalmente el personal de salud. Las mujeres narran haber “perdido la vergüenza” de hablar de su sexualidad con médicos y enfermeras; sin embargo, llama la atención que esta “disposición” ocurre siempre dentro de un marco orientado a la identificación de problemas de salud (its, displasias, etcétera). “A él le molestaba que yo fuera a que me checaran, me decía que si a poco hasta me gustaba que me anduvieran tocando, que si no me daba pena, pero sólo con las enfermeras me da confianza platicarles de problemillas &#91sexual-reproductivos&#93 que tengo” (Lourdes, de Rancho Nuevo).

Resulta relevante dar cuenta de las miradas antagónicas que mujeres y varones mantienen sobre la incursión del personal de salud en los cuerpos femeninos. Mientras que los varones aluden un placer que puede provocar en las mujeres ser vistas o tocadas por alguien más, las mujeres se refieren a sí mismas frente a los ojos del personal de salud como seres asexuados, portadoras de genitales carentes de potencial erótico, sin mayor sentido de existencia que la reproducción, o bien, como reservorios de enfermedades sobre los que el personal de salud tiene control por medio de procedimientos especializados y terapias complejas.

Sin embargo, pese a la barrera de silencio construida en torno a la sexualidad en su relación de pareja, algunas mujeres reconocen haber abordado el tema de planificación familiar con ellos, en un terreno en el que si bien se establecen acuerdos, también se derivan conflictos. Una cantidad importante de mujeres alude que su pareja posee mayor poder que ellas respecto a la toma de decisiones reproductivas; un poder que hacen valer ya sea mediante posturas radicales en las que niegan el uso de cualquier tipo de método de control natal, o bien, de manera menos radical, sin oponerse al uso de métodos anticonceptivos, pero evitando involucrarse en su uso y denegando esa responsabilidad a las mujeres (Casique, 2003). Entre los motivos que orillan a los varones a negarse al uso de métodos anticonceptivos aparece con particular relevancia el temor de que durante su ausencia, las mujeres se sientan con la seguridad para involucrarse en relaciones extramaritales con la certeza de que las posibilidades de embarazo son nulas.

 

Traigo el implante, es que tengo que buscar algo que no me vaya a fallar &#91…&#93 él se enoja porque dice que para qué me puse eso si cuando él se va no me lo quito, que sabe qué, que si es para andar de puta aquí &#91…&#93 pero me puse éste por lo mismo que quiero estar protegida cuando venga y es que él no quiere usar condón, cuando llega no me avisa para inyectarme algo &#91…&#93 yo no me voy a arriesgar (Olivia, de Rancho Nuevo).

 

Narraciones como la de Olivia evidencian cómo la incursión de los varones en la migración puede incidir negativamente en la utilización de métodos anticonceptivos; una vez que ellos exigen ser considerados en la decisión de sus parejas sobre planificar y dado que el uso de anticonceptivos se asocia con la posibilidad de que las mujeres incurran en encuentros sexuales extramaritales. Esta situación compromete la imagen social de su virilidad (Engels, 1975, p. 53).

Otras mujeres refieren el “apoyo” parcial de sus parejas en la planificación familiar; se trata de varones que si bien no se niegan a la posibilidad del uso de algún método de control natal, en lo personal, prefieren no involucrarse en dicha tarea, argumentando que es responsabilidad de las mujeres. Esta experiencia deja un sentido de insatisfacción en ellas, quienes refieren sentirse solas en relación a la planificación, obligadas a vivir lo que resta de su periodo reproductivo con los efectos secundarios que le atribuyen a los métodos hormonales. “Él nunca me ha prohibido cuidarme, siempre he tomado pastillas, siempre me he cuidado con eso porque él nunca me ha querido ayudar poniéndose condón, dice que no, que porque no se siente igual y que sabe qué, nunca lo he podido convencer” (Juana, de La Veinte).

Las mujeres incluso llegan a estar agradecidas de que no se les “prohíba” la utilización de anticonceptivos; en dicha postura se legitima la resistencia de sus parejas a participar en la planificación familiar. Esta cuestión no sorprende si contextualizamos que muchas de estas mujeres han crecido en espacios en los que sus varones no sólo se niegan a usar condón, sino que incluso niegan cualquier posibilidad de que las mujeres usen un método de planificación familiar (mpf).

Los riesgos históricos y los emergentes parecen ser ignorados por los servicios de salud a los que estas mujeres acuden; si bien las mujeres reconocen a los servicios de salud y al personal sanitario como variables de gran peso en sus decisiones reproductivas, la alusión que hacen de esta institución y de sus actores no los reconocen como fuente de información o educación en materia de sexualidad y salud reproductiva, más bien, como sujetos que al sustentarse en la intelectualidad, imponen la prescripción de métodos de planificación familiar en una intervención que con frecuencia desalienta su participación en una decisión que por completo les pertenece.

Según las narraciones de estas mujeres, el poder que el personal de salud ejerce sobre sus procesos sexuales y reproductivos se ejecuta de diferentes formas; algunas refieren experiencias de enojo en el personal de salud cuando ellas se han negado a utilizar los métodos o procedimientos prescritos; mientras que otras narran haber desarrollado un sentimiento de incompetencia para participar respecto a sus decisiones reproductivas frente a la constante descalificación del personal de salud sobre sus representaciones, conocimientos y experiencia con los métodos anticonceptivos.

El caso de Fabiola retrata la ausencia de empoderamiento que, sobre sus derechos sexuales y reproductivos, poseen algunas mujeres, presionadas primero por sus parejas y, después, por el personal de salud.

 

Yo no quería operarme, pero él &#91esposo&#93 llegó un día y me dijo que me operara porque él no tanteaba sacarnos adelante, que si salía con otro &#91hijo&#93 se iba. A mí me daba harto miedo operarme, pero él nunca quiso ayudarme con condón, ni menos de decir que él se operara, decía que porque luego los enfelizaban pa siempre &#91aludiendo al desarrollo de impotencia sexual&#93 &#91…&#93 No tenía de otra: arreglé todo pa que me operaran; firmé, pero como que yo no quería, tenía aquel miedo &#91…&#93 Al lado mío &#91en el preoperatorio&#93 estaba otra muchacha que también se operaba, pero de último momento dijo “yo no me opero”. Yo pensé en hacer lo mismo, pero me daba pena; ya estaban los papeles firmados; dije “no, pues orita que venga el doctor le digo que siempre no” &#91…&#93 Cuando vino el doctor y la otra le dijo “no me voy a operar” que porque le habían platicado que una señora había quedado sin poder caminar por la anestesia, el doctor que se enoja, la regañó bien feo; le dijo “señora pero no sea usted ignorante, no todas las señoras son iguales, no sé por qué motivo les habrá fallado la anestesia, pero aquí casi nunca nos ha fallado”. El doctor andaba bien enmuinado, bien harto grosero con la gente; a mí me dio miedo porque llegó como molesto, pero riéndose, y me dijo “¿y qué señora, usted qué?, ¿también opina lo mismo?”. A mí me dio pena, y le dije “no, a mí sí opéreme, y ya lo que Dios diga”. Y sí me operó, pero más lo hice porque pensé que me iba a gritar como a la otra por echármele pa atrás &#91sic&#93 (Fabiola, de La Veinte).

 

Si bien los servicios de salud reportarían la cirugía como una toma de decisión asertiva de una mujer “empoderada”, la narración exige dar cuenta de que no se trata realmente de un convencimiento con origen en la conciencia, sino todo lo contrario, un procedimiento al que acepta someterse sin estar convencida o segura, pero sí lo suficientemente presionada. En el contexto anterior, cabría cuestionar si se gana o se pierde con este tipo de logros, finalmente la violencia a la cual se somete a la mujer es significativa, ésta concluye su posibilidad en la etapa reproductiva delegando hasta el último momento la decisión a actores secundarios que ninguna autoridad tienen sobre un cuerpo que les resulta ajeno.

 

Conclusiones

 

Los resultados del estudio respaldan lo que ya se señaló por otros autores, respecto a que la dinámica migratoria implica en sí misma una serie de nuevos riesgos para la salud sexual y reproductiva tanto de quienes participan activamente en la movilidad como de las mujeres que esperan el retorno de sus parejas en las localidades de origen. Sin embargo, también evidencia que los riesgos que emergen de esta dinámica se asocian con otros que no son exclusivos de las mujeres parejas de migrantes; aquellos que derivan de los imaginarios patriarcales y obstaculizan no sólo que las mujeres visibilicen los riesgos y las violaciones a sus derechos sexuales y reproductivos, sino también la gestión y confrontación que de los riesgos puedan hacer.

En el sentido anterior, si bien es necesario reconocer que la práctica migratoria requiere la construcción de nuevos discursos que comuniquen sus riesgos, también es obligatorio hacer una revisión de los discursos institucionales que inciden en la configuración de una sexualidad que al fundamentarse en valores patriarcales, vulnera los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres y con ello su salud física, psicológica y social.

Los derechos sexuales y reproductivos para las mujeres que participaron en este estudio no figuran siquiera en el discurso; no alcanzan a visibilizarlos y mucho menos a problematizarlos, toda vez que los actos violentos que se dirigen contra estas mujeres se normalizan y naturalizan, se saben insertas en contextos en los que ellas están, en apariencia, “biológicamente predestinadas” a padecer más que a disfrutar sus procesos sexuales y reproductivos.

El imaginario que sostienen estas mujeres respecto al ejercicio de la sexualidad llega a justificar o normalizar las acciones violentas que se dirigen contra sus cuerpos. En el ámbito de la sexualidad, las instituciones del Estado parecen indolentes, e incluso, legitimadoras de esta situación; la complicidad del Estado con el patriarcado resulta evidente. Las instituciones de salud deben reconocer que la violencia sexual también acontece dentro de los matrimonios o las parejas estables, así como deben realizar un acompañamiento que permita a las mujeres identificar que en algunas “costumbres” perpetúan y reproducen actos violentos que restan calidad de vida y las colocan en riesgo de enfermedad.

 

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[1] Todos los nombres han sido sustituidos por ficticios con el fin de proteger la identidad de las informantes.

[2] Algunos autores han señalado la desfloración como un ritual de paso, toda vez que simbolizan y marcan la transición de un estado a otro en la vida de las personas.

[3] Agamben (2005, pp. 97-122) refiere que las categorías sagrado y profano, dan pauta para evidenciar cómo en el ejercicio sexual, figuran representaciones simbólicas que hacen de la sexualidad un bien que circula y se intercambia desde lo social. En este contexto, el autor reconoce que la práctica sexual se sostiene en dos facetas: una de carácter de sagrado, asociada con la procreación, y otra de carácter profano, relacionada con la obtención de placer, pero entendida también necesaria para reivindicar la sexualidad a su carácter sagrado; la condición mito-rito de la experiencia sexual humana en una situación de juego que instala el rito y lo sagrado que reivindica el mito. El jocus o la parte lúdica (y de placer) es permisible para los varones, a ellos se les permite el disfrute sexual dado que éste es imprescindible para reiterar, mediante la fecundación, el carácter sagrado de la sexualidad y con ello reivindicar el mito de la maternidad.

[4] Según este autor, el discurso patriarcal convence a las mujeres de la pertinencia de mantener vigilados los valores simbólicos asociados a su sexualidad y en dicho sentido las insta socialmente a cuidar de tales valores no sólo en lo personal, sino incluso en el cuerpo de otras mujeres.